No sabía que necesitaba enfadarme.

Ha venido de casualidad, de andar por casa, de lo que hasta ahora pensaba que era mi realidad.

De lo que pensaba que estaba bien conmigo y con los demás, de lo que sale de dentro cuando agotas la razón.

De lo que hace reavivar una herida que tenías por olvidada, de lo que vuelve a hacer que encarnes todo tu recuerdo, lo bueno y lo malo.

De lo que canaliza la rabia por saborear un bocado amargo en lo que piensas que es tan dulce.

Del cosquilleo que nace en la garganta después de estar mucho tiempo callado, o mejor dicho, amordazado.

De lo que hace que abraces el peligro natural de la muerte y te olvides por un momento de las consecuencias.

De lo que consigue que comprendas ese peligro y te abra la puerta a vivir en paz con él.

De lo que hace que experimentes todo tu valor en cada poro de tu piel.

De lo que trae una claridad súbita que ilumina todos los senderos que quieras tomar.

Quizá no ha sido el mejor enfado ni el más convincente, pero ha sido alentador.

Que el mundo se prepare para conocerme enfadado, puesto que del enfado más torpe he experimentado la paz más sincera.